Giverny, los jardines cercanos a París donde Monet pintó el mundo

El Jardín de las delicias de El Bosco cuelga de una pared del Museo del Prado. El de Claude Monet se halla en un pequeño pueblo a unos 70 kilómetros al noreste de París. A diferencia del primero, pintado hacia 1500 por el maestro flamenco sobre una tabla, el segundo está vivo y cambia sin cesar bajo la inconstante luz de Normandía, sus lluvias, sus fríos y sus tímidos soles.

Este rincón vegetal era el paraíso (milenaria palabra de origen persa que significa jardín) de Monet, quien lo esculpió con sus propias manos durante décadas, con la ayuda de un puñado de jardineros. Lo convirtió en la joya de la casa de campo que compró en 1883 en Giverny, una localidad coqueta y tranquila bañada por el Eure, afluente del cercano Sena.

Jardines de Casa Monet| Foto| Viridiana Reyes

El pionero del impresionismo plantó allí más de 70 especies de flores y árboles, y ese escenario le inspiró cientos de óleos que capturan los mágicos cambios causados por la luz en la apariencia de las cosas, un fenómeno que lo obsesionaba. Buen ejemplo de esta fijación son Los nenúfares, una serie de unas 250 pinturas en las que se aprecian hasta las menores variaciones cromáticas en el estanque que el pintor construyó y llenó de plantas acuáticas.

Hoy, el jardín y la casa de Claude Monet componen una de las grandes atracciones turísticas de Francia para los amantes del arte y las legiones de monetistas de todo el mundo, que aprovechan la proximidad de París para peregrinar hasta allí. Desde la capital gala puede cubrirse el recorrido en bicicleta (hay tours guiados); otra opción es coger un tren en la estación de Saint-Lazare y plantarse en Vernon en una hora. Desde esa localidad parten autobuses a Giverny, situada a seis kilómetros. También se alquilan bicicletas, para quien desee llegar al mundo de Monet de la mejor manera: empapándose de campo y luz.

Casa Monet| Foto| Viridiana Reyes

Dada la persistencia y crudeza de los inviernos normandos, la casa de Monet abre solo desde el 1 de abril hasta el 1 de noviembre. Visitarla es ponerse (o al menos intentarlo) en los zapatos del maestro impresionista, o, mejor dicho, mirar con sus ojos. El jardín –exuberante, perfumado y borracho de colores en primavera y verano– es un legado comparable a los mejores lienzos de su creador, que lo compuso pieza a pieza durante 43 años, hasta su muerte en 1926.

Se divide en dos espacios: el Clos Normand y el Jardín de agua. En el primero, pegado a la casa, se abre una senda central asediada desde todos los flancos por un ejército floral de rosas, capuchinas, tulipanes, amapolas orientales, peonías, narcisos y otros muchos tipos de brotes, que forman alfombras de vivos colores. Monet también plantó aquí albaricoqueros japoneses y cerezos, y aplicó su sabiduría pictórica para crear contrastes y zonas de sombra que aportan perspectiva. El resultado es un lienzo vegetal armonioso y relajante, bien mantenido por excelentes jardineros.

El segundo espacio es el Jardín de agua. Ocupa un terreno comprado en 1893 por el autor de Impresión, sol naciente, el cuadro que daría nombre al impresionismo, cuya historia contaremos después. Monet mandó desviar un estrecho brazo del río Eure para crear un estanque, concebido como un escenario oriental: lo cruzan dos puentes de estilo japonés, y en la vegetación circundante predominan los lirios blancos, las peonías japonesas, los arces, diversos bambúes, sauces llorones y gingkos.

En el agua siguen flotando los nenúfares, como aquellos que el artista pintó aquí una y otra vez. ¿Qué llevó a Monet a cultivar estas plantas acuáticas y reflejarlas en cualquier condición lumínica? Él mismo lo explicó con sencillez: “Me encanta el agua, pero también las flores. Por eso, una vez que el estanque estuvo lleno, pensé en embellecerlo con flores. Tomé un catálogo y elegí al azar, eso es todo”. Pero no, no es todo, porque aquel rincón fue para Monet un refugio para la contemplación y la calma; allí observaba durante horas las plantas y los juegos de la luz al reflejarse el cielo en las aguas del estanque. Allí recibía a sus amigos, y allí pasaba eternidades pintando como a él le gustaba: al natural.